No vacilé. No pensé en los brazos que me estrechaban, que podían estrujarme y acabar conmigo en un instante. Noté los colmillos atravesando la piel como si rompiesen una corteza glacial y la sangre manó humeante a mi boca.
¡Oh, sí, sí...! ¡Oh, sí,! Yo le había pasado el brazo por encima de su hombro izquierdo y me agarraba a ella, a mi estatua viviente, y no importaba que fuera más dura que el mármol: era así como debía ser, era perfecta, mi madre, mi amante, mi poderosa, y su sangre penetraba hasta la última partícula pulsante de mi cuerpo con los hilos de su ardiente telaraña. Pero sus labios ya estaban contra mi garganta. Akasha me estaba besando, besaba la arteria por la cual fluía con tal violencia su propia sangre. Sus labios se abrían sobre mi cuello y, mientras yo chupaba su sangre con todas mis fuerzas, mientras los borbotones de rojo líquido pasaban por mi boca antes de extenderse por todo mi ser, noté la inconfundible sensación de sus colmillos hincándose en mi cuello.
Y noté cómo, al mismo tiempo que su sangre pasaba a mí, la mía era aspirada súbitamente de mis venas palpitantes.
Visualicé aquel trémulo circuito y aún lo percibí más divinamente porque todo lo demás dejó de existir y sólo quedaron nuestras bocas apretadas contra la garganta del otro, y el mutuo trasvase de sangre con su inagotable latir. No hubo sueños ni visiones, sólo aquello, aquella sensación maravillosa, ensordecedora y cálida, y no importaba nada más, absolutamente nada más, salvo que aquello no terminara nunca. El mundo de las cosas que tenían peso, que ocupaban espacio y que interrumpían el paso de la luz, había desaparecido.
Y, con todo, un sonido horrible perturbó el éxtasis. Un sonido desagradable, como el de una piedra al cuartearse, como el de una losa arrastrada por el suelo. Debía ser Marius. No, Marius, no te acerques. Vuelve atrás, no nos toques. No nos separes.
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